La tradición celebrada en los himnos y versos de la liturgia de esta fiesta nos enseña que Joaquín y Ana fueron una pareja piadosa, fieles a la Antigua Alianza y a la Ley Mosaica, que aguardaban con esperanza la llegada del Mesías prometido. Ya eran mayores de edad y no habían tenido hijos, por lo que suplicaban al Señor con fervor. Entre los judíos, la esterilidad se consideraba signo de falta de favor divino, pero el Señor escuchó sus oraciones y los bendijo con una hija que llegaría a ser la Madre del Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios Encarnado.
Era necesario que alguien nacido de carne y sangre humanas fuese espiritualmente digno de convertirse en la Madre de Cristo Dios, y que viniera al mundo como hija de padres santos y preparados. Por eso, la fiesta de la Natividad de la Theotokos es, ante todo, una glorificación del nacimiento de la Virgen María, de su persona y de la santidad de sus padres. Al mismo tiempo, es también la primera señal visible de la salvación del mundo.

Asimismo, el profeta Ezequiel (43,27–44,4) anuncia con la visión del Templo y su “puerta al Oriente”, cerrada y llena de gloria, la grandeza de la Virgen María, a quien los himnos llaman “templo vivo de Dios, lleno de la divina gloria”. También se la compara con la “casa” que la Sabiduría construyó para sí (Proverbios 9,1-11).
En la Divina Liturgia, la Epístola (Filipenses 2,5-11) proclama que el Hijo de Dios asumió “forma de siervo” y se hizo semejante a los hombres. El Evangelio (Lucas 10,38-42; 11,27-28), siempre leído en las fiestas de la Theotokos, nos recuerda que la bienaventuranza de la Madre de Jesús es compartida también por todos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen.
Así, en la fiesta de la Natividad de la Theotokos, como en todas las celebraciones en honor de la Virgen María, proclamamos con gozo que, por la bondad y el amor de Dios hacia la humanidad, cada cristiano recibe lo mismo que recibió la Theotokos: la “gran misericordia” que se nos concede a todos por el nacimiento de Cristo de la Virgen.