En el mundo ortodoxo, el VII° Concilio Ecuménico es un evento de enorme peso teológico e histórico. Se refiere al Segundo Concilio de Nicea, celebrado en el año 787 d.C., convocado por la emperatriz Irene de Bizancio y su hijo Constantino VI. Su propósito principal fue resolver la crisis de la iconoclasia, es decir, la controversia sobre el uso y veneración de imágenes sagradas (íconos) dentro de la Iglesia.
En pocas palabras: El concilio declaró que los íconos —imágenes de Cristo, la Virgen María, los santos y los ángeles— pueden y deben ser venerados, pero no adorados. La adoración (latría) se reserva solo a Dios, mientras que la veneración (proskynesis) hacia los íconos es un acto de respeto hacia quien representan, no hacia el objeto material en sí.

Ese matiz teológico es clave: fue la defensa de la Encarnación. Si Dios se hizo hombre en Cristo, entonces lo visible puede ser vehículo de lo divino. Negar las imágenes era, desde esa lógica, negar la realidad de la Encarnación.
Para la Iglesia Ortodoxa, este concilio tiene rango máximo: es el último de los Siete Concilios Ecuménicos reconocidos por ella (y también por la Iglesia Católica). Con él se cierra el gran ciclo doctrinal de los primeros ocho siglos del cristianismo.
En la liturgia ortodoxa, su recuerdo se celebra con solemnidad el primer domingo de la Gran Cuaresma, conocido como el Domingo de la Ortodoxia, que conmemora la “victoria de la veneración de los íconos”.
La enseñanza que se desprende es profundamente estética y teológica a la vez: el arte sacro no es un lujo decorativo, sino un lenguaje teológico que comunica la presencia del Misterio. De algún modo, el VII Concilio fue la defensa de la belleza como forma de verdad.